Trescientas treinta y tres palabras para ti




El filo helado del cuchillo roza suavemente la curvatura de mis muñecas dándome pequeños mordiscos que me hacen cerrar los ojos con fuerza. Me digo a mí misma que no hay dolor y lo hundo lentamente en la carne de mi delgado brazo. Siseo de angustia, pero siempre he sido una persona valiente y no me dejo intimidar por un poco de dolor externo. Mucho más daño me has hecho tú, el doble o el triple que estos ínfimos cortes que se agolpan en mis muñecas y que lloran rojas lágrimas de rabia, de odio, de decepción. Me dejo escurrir por los fríos azulejos del lúgubre baño hasta que mis piernas se topan con el suelo ya manchado con mi sangre. La miro mientras la veo brotar de mis venas a pequeños borbotones, siguiendo los erráticos latidos de mi corazón. Siempre me he preguntado porque me has causado todo este mal, ¿por qué no podíamos alejarnos y poder llevar una bonita vida cada uno por su lado? Oh, es cierto, yo te amaba. Te quería con todas las células de mi cuerpo, con cada sonrisa que te dedicaba los sábados de películas y helado de chocolate, los días de invierno que me envolvías con tu chaqueta y me dabas besos de esquimal diciendo que así no se me congelaría la nariz. ¡Y que tonta fui al pensar que estando al borde de la muerte podría olvidarme de ti! Aunque la consciencia me abandona soy capaz de sentir tus labios sobre los míos, tus manos acariciando mi espalda y las palabras bonitas que me dedicabas cuando te despedías de mí. Si es que eras un encanto hasta que decidiste cambiar tu hobbie de ir a correr con tus amigos por ir a correr detrás de las mujeres.

Puñados de pétalos de rosa y la función se da por terminada. Ya sabes que te espero en casa, con las muñecas vendadas, un plato de sopa calentito y un beso de buenas noches en la frente.


(que mira que bonitas las manos de pianista de mi amiga).
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