Aquel lugar era extraño, tenía su magia especial, todo el mundo lo sabía, todo el mundo lo temía. Estaba en el centro del pueblo, en la encrucijada de todas las calles y todos los pensamientos. La gente bordeada aquel pequeño pulmón en medio del pueblecito, lleno de árboles y preciosidad. Pero oscuridad en el fondo. 

Los que se atrevían a entrar –o los que entraban sin querer- no volvían como eran, como habían sido en un pasado. Había miles de leyendas sobre ese sitio pero solo una era cierta, solo había una que daba miedo, no por monstruos terribles, sino por lo que ocurría allí. Os la contaré, si os apetece pero no me haré responsable de vuestras pesadillas. 

“Eran una pareja de adolescentes, 18 años, que un día se habían escapado de los campos con la idea de ir a aquella zona del pueblo tan conocida. Se creían valientes, porque las leyendas no les daban miedo, no eran más que historias de viejas. ¿Y a quién le da miedo un cuento? Entraron en aquel parque, era grande y al ver que no pasaba nada cuando pusieron los pies en la tierra, sonrieron. Se tomaron de la mano más fuertemente, iban a cruzar aquel trecho de punta a punta y saldrían otra vez al pueblo. Les contarían a todos sus habitantes que no pasaba nada si entraban allí, ¡no era más que un cuento! 

 Los primeros pasos fueron dudosos, pequeños, acongojados pero a medida que se metían en la espesura de los árboles, increíblemente, se le iban pasando los miedos. Pero otras cosas se acrecentaban. Notaban las hojas de los árboles más grandes que de costumbre pero se dijeron a sí mismo que serían una especie especial de árboles. Pero los sonidos de los pájaros, de los animales, se hacían cada vez más fuertes. Y aquello ya empezaba a dar miedo. No veían nada salvo árboles y la poca luz que se filtraba entre las copas de los árboles. Parecía de noche, invierno. Hacía frío y se les calaba en los huesos. Quizás habían perdido, tanto la salida como la cordura. 

Llegaron a un punto, quizás el centro de aquel misterio en que les empezó a doler el pecho, el corazón, tirándolos al suelo. No se soltaron la mano, no en aquel instante y el dolor se acrecentaba. Las leyendas contaban que en aquel lugar todo se magnificaba, se hacía grande, inmenso, monstruoso. Se hablaba de pájaros gigantes, gusanos del tamaño de caballos. Pero jamás de sentimientos. Era el amor por ambos el que les hacía daño. No les cabía en el corazón todo el amor que se tenían el uno por el otro. Y ambos se dieron cuenta y dolía, ahora más, ¡como si fuese posible! Se amaban con fuerza, dolorosamente, dejándolos sin respiración, tirados en la tierra húmeda. Se miraban a los ojos, con lágrimas de dolor y de amor. 

Querían salir de allí, debían salir de allí cuanto antes. Pero no sabían cómo. Solo juntos podrían. O quizás por separado. No lo sabían pero dolía. Y decidieron salir juntos, con el dolor clavado en su pecho, arrastrándose por el suelo porque les temblaban las piernas de amor. No se sabe el tiempo que tardaron en salir de allí, horas, días, semanas, meses. Se incrementaba el hambre y la sed pero también las ganas de salir de allí con vida. Eran sentimientos tan contrapuestos que se miraban a los ojos, con arrugas interrogantes. El dolor con el amor, el cansancio con la alegría. 
 Quizás fue una alucinación cuando vieron de lejos las casas del pueblo de nuevo. Con sus últimas fuerzas se pusieron de pie, dieron dos pasos, salieron del bosque y cayeron rendidos otra vez, esta vez ya en los adoquines de la calle. La gente corría, con agua en sus tinajas, gritando, asustados, asombrados. Los dos enamorados se miraban pero no decían nada. Jamás volvieron a decir nada después de aquello”. 

Si ya se sabe, que al salir de aquel bosque, de aquel parque nadie volvía a ser quién era. Por esa razón, no le pudieron contar a sus vecinos lo que habían visto –tanto por estar sin habla ni por saber escribir-, lo que habían sentido. Habían descubierto el amor verdadero. El que duele pero sana las heridas, el que te hace levantarte cuando estás en el suelo, el que te alimenta cuando estás famélico. 

 A los dos enamorados tampoco les hacía falta hablar. Se entendían con la mirada, podían tener conversaciones solo con sus pupilas entrelazadas. Y aunque el sufrimiento había sido largo el amor que vivía en ellos sería eterno.

¿Y cómo sé esto? Te preguntarás, si ellos no podían contárselo a nadie. Soy la magia de ese lugar, la naturaleza en puro estado, el amor absoluto, indescriptible, interminable.





Es un texto que he presentado en el chall de http://kaleidoscopio.foroactivo.com/ ¡Pasaros, os encantará!  
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