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A K le hubiese gustado acercarse a ella aquella tarde. Se había sentado en las escaleras que conducían a la facultad, relajada, mientras se dejaba bañar por los rayos del Sol que eran escasos en aquella época y en aquella ciudad por regla general. 
K fingió tener algo importante que mirar en su teléfono mientras que su verdadera atención estaba puesta en el rabillo de su ojo, en ella. Los reflejos cobrizos de su pelo arrancados por el Sol le parecían bonitos en sobremanera, la hacían brillar un poquito y alegraban sus tinieblas. 
Estaba sentada sola pero K no encontró el valor suficiente que le llevase a despegar sus pies del cemento y moverlos en la dirección de ella.

O quizás si encontró las fuerzas cuando se metió las manos en los bolsillos, refugiándose del frío. Allí encontró un poco del coraje y de la valentía que necesitaba, las energías que le llevaron a sentarse cerca de ella, un escalón más arriba desde donde podía embelesarse con los sentimientos que desprendía de forma natural. Y tras un carraspeo nervioso que sonó más agudo de lo que debería susurró un saludo que llegó hasta los oídos de la chica.
Y ella se giró, confundida pero con una pequeña sonrisa. ¿Quién le habría hablado? 
Solo K podía ser el valiente caballero que rescatase a la princesa de sus monstruos internos.
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