Como Honey, ninguna



Eras una de esas chicas de las que era imposible cansarse. Aparecías siempre con un peinado diferente, una sonrisa nueva o una anécdota de esas que te hacían reírte hasta doler la barriga. Hecha para vestir con ropas caras y desvestir con lujuria, porque cariño, atractivo era lo que te sobraba. Recuerdo nuestra primera conversación, como no, cómo olvidar algo así.

-Puedo decirte exactamente a todas las personas que le gusto en este vagón –me dijiste, sin venir a cuento, esa chica preciosa que por alguna casualidad del destino se había sentado a mi lado en el tren.

-No lo veo muy difícil –sonreí, pero aún no me atreví a mirarte a los ojos-. Cualquiera de los hombres que te hayan visto, aunque sea de refilón, venderían su alma al diablo por una sonrisa tuya; y las mujeres… bueno, más de una se volvería lesbiana, te lo aseguro.

-¡Para nada! –te reíste y me armé de valor para mirarte -. Puede que resulte atractiva, encantadora o como quieras llamarlo pero el único que ha mostrado interés en mí es el tipo de la chaqueta verde y el de los pantalones bombachos.

-Te olvidas de una persona –sonreí y me miraste con una ceja alzada. Vaya, no estabas acostumbrada a que te llevaran la contraria-. Yo, pequeña.

-Qué tonta, pensé que los chicos guapos no se enamoraban.

-Qué tonto yo, que llegué a pensar que podrías fijarte en mí.

-Entonces no dejes de pensarlo –te reíste como una cría, me cogiste de la mano y doy gracias de que en ese mismo instante se abrió la puerta del vagón, porque tengo bien claro que hubieses pasado por encima de ella de no haberlo estado.

Y me dejé llevar, como un tonto, corriendo ya por la calle de la mano de la chica que no se dejaba de reír. Saltamos las circunferencias bonitas que hacía el Sol, que era tu pasatiempo favorito y yo me dejaba ir. Qué alegría desprendías y cuanta desperdiciaste, me encantaría poder devolvértela toda ahora.
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